Cuaresma y Pascua

“Contra [las fuerzas del mal en nosotros],
se necesita la lucha permanente a que nos invita de modo particular el tiempo de Cuaresma,
y tiene por finalidad el retorno sincero al Padre Celestial, Infinitamente Bueno y Misericordioso.

Este retorno, fruto de un acto de amor, será tanto más expresivo y grato a Él cuanto más acompañado vaya del sacrificio de algo necesario
y, sobre todo, de las cosas superfluas.

A la iniciativa de cada uno de ustedes,
se ofrece un abanico enorme de acciones,
que van desde el cumplimiento
asiduo y generoso de su deber diario,
a la aceptación humilde y gozosa de los contratiempos molestos que puedan presentarse a lo largo del día
y a la renuncia de algo que sea muy agradable a fin de poder socorrer a quien está necesitado.

Pero sobre todo es agradabilísima al Señor
la caridad del buen ejemplo,
exigido por el hecho de que pertenecemos
a una familia de fe,
cuyos miembros son interdependientes
y cada uno está necesitado
de la ayuda y apoyo de todos los otros.

El buen ejemplo no sólo actúa fuera,
sino que va a lo hondo, y construye en el otro
el bien más precioso y efectivo,
que es el de la coherencia
con la propia vocación cristiana"

(San Juan Pablo II Alocución 4 Feb 1980)

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Artículos

¡No crucifiques de nuevo a mi Hijo!

Habla la Inmaculada siempre Virgen María a santa Brígida «[…] Cuando los enemigos de mi Hijo lo crucificaron, le coronaron de espinas, le clavaron manos y pies, le dieron a beber hiel y vinagre, y finalmente le atravesaron el Costado con una lanza… Leer más.

Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas

La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua… Leer más.

Así fue mi Pasión

Mis Manos fueron heridas y aprisionadas, después de haberse cansado llevando la Cruz, para reparar por todos los delitos cometidos con la mano del hombre... Leer más.

¡Cristo vive!

Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia.

“No teman”, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no teman. Ustedes vienen a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí (Mc 16, 6). El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Leer más.

Para vencer el pecado

“Cuando pecó el primer hombre,
nuestra naturaleza quedó debilitada y corrompida,
y el hombre se tornó más propenso al pecado.

Pero Cristo atenuó esta debilidad y propensión,
si bien no la eliminó por completo;
con la Pasión de Cristo
quedó fortalecido el hombre y debilitado el pecado,
que ya no lo domina de la misma manera,
sino que el hombre puede esforzarse
y librarse de los pecados
ayudado por la gracia de Dios,
que recibe en los Sacramentos
,
cuya eficacia procede de la Pasión de Cristo."

(Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia,
Sobre el Credo, 4, I. c.)

¡No crucifiques
de nuevo a mi Hijo!

Viernes Santo

Habla la Inmaculada siempre Virgen María a santa Brígida «[…] Cuando los enemigos de mi Hijo lo crucificaron, le coronaron de espinas, le clavaron manos y pies, le dieron a beber hiel y vinagre, y finalmente le atravesaron el Costado con una lanza…

Pero ahora me quejo de que los enemigos de mi Hijo, que ahora viven en el mundo, lo crucifican más cruelmente de lo que entonces lo crucificaron los judíos; pues, aunque es imposible que la Divinidad pueda morir, sin embargo, su pueden crucificarlo con sus propios vicios. Es como si alguien maltratara o insultara el retrato o imagen de un enemigo suyo, aunque la imagen no sintiera esa ofensa, el agresor sería reprendido y juzgado por su mala voluntad de dañar, de igual forma, los pecados con que espiritualmente crucifican a mi Hijo, le son más abominables y odiosos que los de aquellos que lo crucificaron en el cuerpo.

Y si me preguntas cómo lo crucifican los hombres, te diré que primero, lo ponen en la cruz que le han preparado, cuando no guardan los mandamientos de su Creador y Señor, y lo difaman, y cuando el mismo Señor los reprende por medio de sus siervos (sacerdotes, predicadores, buenos católicos que le advierten de diferentes formas) a que se conviertan, y ellos, despreciando este aviso, hacen lo que les agrada.

Le clavan la mano derecha, cuando juzgan lo bueno por malo y dicen: El pecado no es tan grave ni tan odioso a Dios como se dice, ni Dios castiga a nadie eternamente, sino que lo amenaza para atemorizarlo. ¿Para qué hubiera redimido Dios al hombre, si quería que se perdiera por siempre su alma? Ellos no consideran que un solo pecado, si el hombre se deleita en él, es bastante para que, por ese mismo pecado, padezca ese hombre un suplicio eterno, [y olvidan que, así] como ni el menor pecado deja Dios sin castigo, así tampoco la menor buena obra queda sin premio. Por tanto, tendrán suplicio eterno, porque tienen eterna voluntad de pecar; la cual, mi Hijo que ve los corazones la considera como obra realizada, pues según tienen la voluntad, así obrarían, si mi Hijo lo permitiera.

Crucifican también a mi Hijo su Mano izquierda cuando convierten la virtud en vicio, y quieren pecar hasta el fin de su vida, diciendo: Si al final dijéramos una sola vez: “Señor, ten misericordia de mí”, es tanta la Misericordia de Dios, que alcanzaremos el perdón. [A eso, respondo que] no es virtud querer pecar y no enmendarse. Querer conseguir el premio sin trabajo no es posible, a no ser que el corazón esté completamente contrito y proponga de buena voluntad la enmienda, si se lo permitiera realizar su enfermedad o cualquier otro impedimento.

Clavan los pies a mi Hijo cuando se deleitan en pecar, y ni siquiera una vez se acuerdan de su amarga Pasión; ni una sola vez le dan gracias con lo íntimo del corazón, diciendo: Dios mío, ¡cuán amarga es tu Pasión!, alabado seas por tu muerte.

Le ponen la corona de espinas cuando se burlan de sus siervos, y consideran ser vanidad el servirle. Le dan a beber hiel cuando se enorgullecen y presumen de sus pecados, y ni una sola vez consideran cuántos y cuán graves son éstos. Le dan, finalmente, una lanzada en el Pecho, cuando tienen propósito de perseverar en sus pecados.

Con toda verdad te digo, y esto lo puedes asegurar a mis amigos, que esos tales pecadores son más injustos a la vista de mi Hijo, que los que le condenaron; más crueles que los que le crucificaron; más atrevidos que los que le vendieron, y así les está guardada mayor pena que a todos estos.

Cierto es que Pilatos sabía que mi Hijo no había pecado, ni era digno de muerte; pero porque temió perder el poder temporal y le atemorizó la rebelión de los judíos, condenó a mi Hijo a muerte contra su voluntad. Pero, ¿qué tienen que temer estos pecadores si sirvieran a mi Hijo? ¿Qué honor o dignidad perderían si lo honraran? Por tanto, estos hombres serán juzgados más rigurosamente, y ante mi Hijo son peores que Pilatos, porque éste lo condenó a petición y voluntad de otros y con cierto temor; pero éstos lo condenan por su propia voluntad y sin temor alguno, cuando lo deshonran con el pecado, que si quisieran podrían evitar; pero ni se abstienen de pecar, ni se avergüenzan de los pecados cometidos, porque no consideran que son indignos de los beneficios de aquel Señor a quien ofenden.

Son peores que Judas, porque éste, después de haber entregado al Señor, conoció que era verdadero Dios y que había él pecado gravemente contra este Señor; pero desesperó de su salvación ahorcándose, y aceleró su vida para sepultarse en el infierno, creyéndose indigno de vivir. Pero estos bien conocen sus pecados, y con todo perseveran en ellos, sin tener en su corazón el menor arrepentimiento; y quieren con violencia y a la fuerza vanas esperanzas y sin ningunas obras, lo que no se dará a ninguno, sino al que trabaje y sufra algo por Dios.

Son también peores que los que crucificaron a mi Hijo, porque aquéllos, viendo los milagros que hacía, como resucitaba muertos y curaba leprosos, decían entre sí: Éste hace cosas nunca oídas y maravillas estupendas, pues con sola Su palabra debilita a los que quiere, sabe nuestros pensamientos y hace todo lo que quiere; si prosigue adelante todos quedaremos sujetos a Su poder y seremos sus súbditos. Y por consiguiente lo crucificaron por envidia, a fin de no estar sometidos a Él; y si hubieran sabido que era el Rey de la Gloria, jamás lo hubieran crucificado.

Pero estos están diariamente viendo sus obras y grandes maravillas, disfrutan de sus beneficios y oyen cómo deben servirle y venir a Él, pero dicen entre sí: Si se han de dejar todas las cosas del mundo, si se ha de hacer su Voluntad y no la nuestra, esto es penoso e intolerable. Y así, despreciando la Voluntad de mi Hijo, para que no sea superior a la de ellos, lo crucifican con su obstinación, añadiendo contra su conciencia pecado sobre pecado.

Son, pues, peores que los que lo crucificaron, porque los judíos lo hicieron por envidia y porque no sabían que era Dios; pero estos saben que es Dios, y por su maldad y orgullo incitados por la avaricia, lo crucifican espiritualmente con mayor crueldad que los que lo crucificaron en su cuerpo; porque los pecadores de hoy día ya están redimidos, y los judíos aún no lo estaban.

Obedece, pues, hija mía a mi Hijo, y témele, porque así como es Misericordioso, también es Justo».

Fuente: Revelaciones de santa Brígida, 28

“Para hacer una buena Comunión
es necesario tener una viva fe en lo que concierne a este gran Misterio;
siendo este Sacramento un Misterio de Fe, hemos de creer con firmeza que Jesucristo está realmente presente
en la Sagrada Eucaristía,
y que está allí Vivo y Glorioso
como en el Cielo.”

(Santo Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión)

Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas

Cuaresma

La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia.

Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el «valle oscuro» del que habla el salmista (Sal 23,4), mientras el tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene.

Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten abandonadas. Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños, Dios no permite que predomine la oscuridad del horror.

En efecto, como escribió mi amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al mal por el bien divino», y es la misericordia (Memoria e identidad, 29 ss.). En este sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita evangélica según la cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36). A este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión muy debatida en la actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están llamados a la salvación.

Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio de expiación.

La Iglesia, iluminada por esta verdad pascual, es consciente de que, para promover un desarrollo integral, es necesario que nuestra «mirada» sobre el hombre se asemeje a la de Cristo.

En efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón. Esto debe subrayarse con mayor fuerza en nuestra época de grandes transformaciones, en la que percibimos de manera cada vez más viva y urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo.

Ya mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, identificaba los efectos del subdesarrollo como un deterioro de humanidad. En este sentido, en la encíclica Populorum progressio denunciaba «las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo... las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones» (n. 21).

Como antídoto contra estos males, Pablo VI no sólo sugería «el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de la paz», sino también «el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin» (ib.).

En esta línea, el Papa no dudaba en proponer «especialmente, la fe, don de Dios, acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad de Cristo» (ib.). Por tanto, la «mirada» de Cristo sobre la muchedumbre nos mueve a afirmar los verdaderos contenidos de ese «humanismo pleno» que, según el mismo Pablo VI, consiste en el «desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres» (ib., n. 42).

Por eso, la primera contribución que la Iglesia ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos no se basa en medios materiales ni en soluciones técnicas, sino en el anuncio de la verdad de Cristo, que forma las conciencias y muestra la auténtica dignidad de la persona y del trabajo, promoviendo la creación de una cultura que responda verdaderamente a todos los interrogantes del hombre.

La Iglesia, iluminada por esta verdad pascual, es consciente de que, para promover un desarrollo integral, es necesario que nuestra «mirada» sobre el hombre se asemeje a la de Cristo.

En efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón. Esto debe subrayarse con mayor fuerza en nuestra época de grandes transformaciones, en la que percibimos de manera cada vez más viva y urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo.

Ya mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, identificaba los efectos del subdesarrollo como un deterioro de humanidad. En este sentido, en la encíclica Populorum progressio denunciaba «las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo... las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones» (n. 21).

Como antídoto contra estos males, Pablo VI no sólo sugería «el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de la paz», sino también «el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin» (ib.).

En esta línea, el Papa no dudaba en proponer «especialmente, la fe, don de Dios, acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad de Cristo» (ib.). Por tanto, la «mirada» de Cristo sobre la muchedumbre nos mueve a afirmar los verdaderos contenidos de ese «humanismo pleno» que, según el mismo Pablo VI, consiste en el «desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres» (ib., n. 42).

Por eso, la primera contribución que la Iglesia ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos no se basa en medios materiales ni en soluciones técnicas, sino en el anuncio de la verdad de Cristo, que forma las conciencias y muestra la auténtica dignidad de la persona y del trabajo, promoviendo la creación de una cultura que responda verdaderamente a todos los interrogantes del hombre.

No podemos ocultar que muchos que profesaban ser discípulos de Jesús han cometido errores a lo largo de la historia. Con frecuencia, ante problemas graves, han pensado que primero se debía mejorar la tierra y después pensar en el cielo. La tentación ha sido considerar que, ante necesidades urgentes, en primer lugar se debía actuar cambiando las estructuras externas. Para algunos, la consecuencia de esto ha sido la transformación del cristianismo en moralismo, la sustitución del creer por el hacer. Por eso, mi predecesor de venerada memoria, Juan Pablo II, observó con razón: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual secularización de la salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral» (Enc. Redemptoris missio, 11).

Teniendo en cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la Cuaresma nos quiere guiar precisamente a esta salvación integral. Al dirigirnos al divino Maestro, al convertirnos a Él, al experimentar su Misericordia gracias al sacramento de la Reconciliación, descubriremos una «mirada» que nos escruta en lo más hondo y puede reanimar a las multitudes y a cada uno de nosotros. Devuelve la confianza a cuantos no se cierran en el escepticismo, abriendo ante ellos la perspectiva de la salvación eterna.

Por tanto, aunque parezca que domine el odio, el Señor no permite que falte nunca el testimonio luminoso de su amor. A María, «fuente viva de esperanza» (Dante Alighieri, Paraíso, XXXIII, 12), le encomiendo nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve a su Hijo. A Ella le encomiendo, en particular, las muchedumbres que aún hoy, probadas por la pobreza, invocan su ayuda, apoyo y comprensión.

Con estos sentimientos, imparto a todos de corazón una especial Bendición Apostólica.

Fuente: Mensaje para la Cuaresma, de S.S. Benedicto XVI, 2005

"Considera bien que inefable dicha
es dar hospedaje en nuestro corazón a Dios.
Si cualquier persona distinguida
o que ocupe algún puesto elevado,
o algún amigo rico y poderoso
nos anunciara que iba a venir
a visitarnos en nuestra casa,
¡con qué cuidado limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que pudiera ofender la vista
de esta persona o de este amigo!

Por eso, que lave primero las manchas y suciedades que tiene el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios una morada en su alma.”


(San Gregorio Magno,
Padre y Doctor de la Iglesia,
Homilía 30, sobre los Evang.)

Así fue mi Pasión

Viernes Santo

Escrito de inspiración privada por Ma. Valtorta †1961 con nihil obstat e imprimatur de Mons. Danylak, Obispo de Nysa.

Mis Manos fueron heridas y aprisionadas, después de haberse cansado llevando la Cruz, para reparar por todos los delitos cometidos con la mano del hombre. Desde los verdaderos actos de sujetar y usar un arma contra un hermano, haciéndose así Caínes, hasta los de robar o escribir acusaciones falsas o llevar a cabo actos contrarios al respeto de su cuerpo o del cuerpo ajeno, o de estas ociosos en una holgazanería que es terreno propicio para sus vicios. Por las ilícitas libertades de sus manos, he dejado crucificar las Mías, clavándolas al madero, privándolas de todo movimiento más que lícito y necesario.

Los Pies de su Salvador, después de haberse fatigado y herido en las piedras de mi camino de Pasión, fueron traspasados, inmovilizados, para hacer reparación por todo el mal que ustedes hacen con los pies, haciendo de ellos el medio para ir a sus delitos, robos, fornicaciones. He marcado las calles, las plazas, las casas, las escaleras, las casas de la tierra, de todo el mal que dentro y fuera de ellas había nacido, todo lo que había sido sembrado y sería sembrado, en los siglos pasados y en los futuros, por su mala voluntad obediente a las instigaciones de satanás.

Mi Carne se manchó, recibió contusiones y heridas, para castigar en Mí todo culto exagerado, la idolatría, que ustedes ofrecen a su carne y a la de quien aman, por capricho sensual o incluso por afecto, que en sí no es reprobable, pero que lo hacen reprobable al amar a un padre, a un cónyuge, a un hijo o a un hermano, más que a Dios.

No. Por encima de cualquier amor y vínculo terrenos está, debe estar, el amor al Señor Dios suyo. Ninguno, ningún otro afecto debe ser superior a éste. Amen a los suyos en Dios, no por encima de Dios. Amen con todo su ser a Dios. Ello no absorberá su amor hasta el punto de hacerlos indiferentes para con los suyos; antes al contrario, la perfección tomada de Dios –quien ama a Dios tiene en sí a Dios y, teniendo a Dios, tiene la Perfección- alimentará su amor hacia ellos.

Yo hice de mi Carne una llaga para extraer de las suyas el veneno de la sensualidad, del no pudor, del no respeto, de la ambición y admiración por la carne destinada a volver al polvo. No es dando culto a la carne como se lleva la carne a la belleza; antes bien, es con el desapego de ella con lo que se le da la Belleza eterna en el Cielo de Dios.

Mi Cabeza fue torturada con mil torturas (golpes, sol, gritos, espinas) para hacer reparación por las culpas de su mente. Soberbia, impaciencia, insoportabilidad, falta de aguante, hierven en su cerebro como terreno fructífero. Yo hice de él un órgano torturado, cerrado dentro de un arca decorada con Sangre, para hacer reparación por todo lo que brota de su pensamiento.

Has visto la única Corona que Yo he querido: una corona que sólo un loco o un torturado pueden llevar. Ninguno, que sea sano mentalmente (humanamente hablando) y que esté en posesión de su libertad, se la impone. Pero a Mí me consideraban loco, y loco, sobrenaturalmente, Divinamente loco lo era, queriendo morir por ustedes –que no me aman o que me aman tan poco-, queriendo morir para vencer al mal en ustedes, sabiendo que lo aman más que a Dios. Y estuve a merced del hombre; y prisionero del hombre, condenado suyo. Yo, Dios, condenado por el hombre.

¡Cuántas impaciencias tienen, por naderías; cuántas diferencias, por bagatelas; cuántos arrebatos, por simples malestares! Miren a su Salvador. Mediten en lo exasperante que debían ser esas punzadas continuas en nuevos sitios, esos enredos en los mechones del cabello, ese desplazamiento continuo sin posibilitar mover la cabeza, apoyarla, en ningún modo que no produjera tormento. Piensen en lo que debieron significar para mi Cabeza torturada, dolorida, febril, los gritos de la muchedumbre, los golpes en la Cabeza, el sol abrasador. Reflexionen en el dolor que debía tener en mi pobre cerebro, que había ido a la agonía del Viernes convertido ya por entero en un dolor por el esfuerzo sufrido durante la noche del Jueves; en mi pobre cerebro al que le subía la fiebre de todo el Cuerpo lacerado y de las intoxicaciones provocadas por las torturas.

Y, en la Cabeza, también los Ojos tuvieron su parte, y la Boca, y la Nariz, y la Lengua. Para hacer reparación por sus miradas tan amantes de ver lo malo y tan olvidadas de buscar a Dios; para hacer reparación por las demasiadas y demasiado mentirosas y sucias y lujuriosas palabras que dicen en vez de usar los labios para orar, para enseñar, para confortar. Y recibieron su tortura la Nariz y la Lengua para hacer reparación por su ambición gustativa y por su sensualidad olfativa, por las cuales comenten imperfecciones que son terreno para las más graves culpas, y cometen pecados con la ambición de alimentos superfluos sin tener piedad de los que tienen hambre, de alimentos que se pueden permitir, muchas veces recurriendo a medios ilícitos de ganancia.

Mis entrañas no quedaron exentas de sufrimiento. Ninguna de ellas. Sofocación y tos para los pulmones, los cuales, por la bárbara flagelación recibida, estaban dañados, y llenos de agua por la postura en la Cruz; congoja y dolor en el Corazón, que había sido desplazado y estaba enfermo, por causa de la cruel flagelación, y del dolor moral que había precedido a ésta, por el esfuerzo de la subida bajo la pesada carga del madero y por la anemia consiguiente a toda la Sangre que ya había derramado. El hígado congestionado, el bazo congestionado, los riñones lesionados y congestionados.

La sed. ¡Qué tortura, la sed! Y, a pesar de todo, ya has visto que no hubo ni siquiera uno, de entre tantos, que supiera en aquellas horas darme una gota de agua. Desde después de la Cena del Jueves, no tuve ninguna confortación. Y la fiebre, el sol, el calor, el polvo, el desangramiento, producían mucha sed a su Salvador.

Y no te hablo de las torturas de mi sentimiento hacia mi Madre y hacia su dolor. Se requería ese dolor. Pero para Mí, fue el tormento más cruel. ¡Sólo el Padre sabe lo que sufrió su Verbo en el Espíritu, en lo moral y en lo físico! Y la presencia de mi Madre, aunque fue la cosa más deseada por mi Corazón, que tenía necesidad de ese consuelo en la soledad infinita que le rodeaba, infinita, soledad procedente de Dios y de los hombres, fue tortura.

Ella debía estar allí, Ángel de carne, para impedir el asalto de la desesperación, de la misma forma que el Ángel espiritual la había impedido en el Getsemaní; debía estar allí para unir Mi Dolor con el suyo para la Redención de ustedes; debía estar allí para recibir la investidura de Madre del género humano. Pero verla morir a cada uno de mis estremecimientos fue mi mayor dolor. Ni siquiera la traición, ni siquiera saber que mi Sacrificio sería inútil para muchos –esos dos dolores que pocas horas antes me habían parecido tan grandes que me habían hecho sudar Sangre-, eran comparables a éste.

María se dejó matar a través de su Hijo. Y ni maldijo ni odió. Oró, amó, obedeció. Siempre Madre, hasta el punto de pensar, en medio de esas torturas, que su Jesús tenía necesidad de su velo virginal para cubrir sus carnes, para defensa de su pudor, supo al mismo tiempo ser Hija del Padre de los Cielos y obedecer a la tremenda Voluntad del Padre en aquella hora. No maldijo, no se rebeló, ni contra Dios ni contra los hombres: a éstos los perdonó; a Aquél le dijo: “Hágase”.

También después la has oído: “¡Padre, te amo, y Tú nos has amado!”. Recuerda y proclama que Dios la ha amado y le renueva su acto de amor. ¡En aquella hora! Después de que el Padre la había traspasado y privado de su razón de ser. Le ama. No dice: “Ya no te amo por haber descargado tu Mano sobre mí”. Le ama. Y no se aflige por el propio dolor, sino por el que sufre su Hijo. No grita por el propio Corazón quebrantado, sino por mi Corazón Traspasado. De esto pide razón al Padre, no del propio dolor.

Lo único que pide es un poco de confortación para no morir. Es necesaria para la naciente Iglesia de la que ha sido creada Madre pocas horas antes. La iglesia, como un recién nacido, necesita cuidados y leche maternos. María dará esto a la Iglesia sosteniendo a los apóstoles, hablándoles del Salvador, orando por la Iglesia.

Fuente: El Evangelio como me ha sido revelado, por María Valtorta. Tomo X cap 613

"Ni la cantidad, ni la calidad
de los males que hemos cometido
nos hagan vacilar en la certeza de la esperanza.

Aumenta mucho nuestra confianza
el hecho del buen ladrón. Piensen bien cuan infinitas son en Dios las entrañas de su Misericordia. Este ladrón,
que fue colgado en el patíbulo de la cruz;
él confesó, fue sanado y mereció oír:
Hoy estarás Conmigo en el Paraíso.

¿,Quién podrá explicar debidamente
la Bondad de Dios?
En vez de recibir la pena debida por nuestros crímenes, recibimos los premios prometidos a la virtud. El Señor ha permitido que sus elegidos incurran en algunas faltas, para dar esperanza de perdón a otros que yacen agobiados bajo el peso de sus culpas, si acuden a Dios con todo su corazón, y además les abre el camino de la piedad por medio de los lamentos de la penitencia.”

(San Gregorio Magno,
Padre y Doctor de la Iglesia
Homilía 20, sobre los Evang.)

¡Cristo vive!

La Resurrección del Señor

Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia.

“No teman”, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no teman. Ustedes vienen a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí (Mc 16, 6). El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano.

Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, Yo no me olvidaré de ti (Is 49, 14–15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31).

Cristo vive en su Iglesia. "Les digo la verdad: les conviene que Yo me vaya; porque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes, pero si me voy, se los enviaré" (Jn 16, 7). Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida.

Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad. De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo.

Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía. En Jesucristo, e instruidos por Él, nos atrevemos a decir: Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de los cielos y de la tierra. La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo. Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado.

Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos: porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados (1Cor 15,20–21).

La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que Me ama, observará Mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y haremos mansión dentro de Él (Jn 14,23).

El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, “no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20). En la escena de la conversación de Cristo con los discípulos de Emaús. Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él. Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor —exclaman—, ha estado con nosotros.

Entonces se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino, y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24,32). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciben el buen olor de Cristo (cfr. 2Cor 2,15); debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el Rostro del Maestro.

El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor.

Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera. La fe nos lleva a reconocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a identificarnos con Él, obrando como Él obró. El Resucitado, después de sacar al apóstol Tomás de sus dudas, mostrándole sus Llagas, exclama: bienaventurados aquellos que sin haberme visto creyeron (Jn 20,29).

«Aquí —comenta San Gregorio Magno— se habla de nosotros de un modo particular, porque nosotros poseemos espiritualmente a Aquél a quien corporalmente no hemos visto. Se habla de nosotros, pero a condición de que nuestras acciones sean conformes a nuestra fe. No cree verdaderamente sino quien, en su obrar, pone en práctica lo que cree. Por eso, a propósito de aquellos que de la fe no poseen más que palabras, dice San Pablo: profesan conocer a Dios, pero le niegan con las obras» (In Evangelia homiliae, 26, 9).

Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios.

De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio.

Es necesario, que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en Dios y a mantener un constante diálogo con Él. La vida cristiana deber ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos. Oren sin interrupción (1Tes 5,17). Y, recordando ese precepto apostólico, escribe Clemente Alejandrino: se nos manda alabar y honrar al Verbo, a quien conocemos como salvador y rey; y por Él al Padre, no en días escogidos, como hacen otros, sino constantemente a lo largo de toda la vida, y de todos los modos posibles (Stromata,7,7,35).

En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se inicia y prepara.

Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la Epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros (Heb 7,24–25). Cristo, Cristo resucitado, es el Compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva.

El espíritu y la esposa dicen: ven. Diga también quien escucha: ven. Asimismo, el que tiene sed, que venga; y el que quiera, tome del balde el Agua de vida, la felicidad eterna... Y el que da testimonio de estas cosas dice: ciertamente, vengo pronto. Así sea. Ven, Señor Jesús (Apoc 22, 17 y 20)

Fuente: Es Cristo que pasa, por San Josemaría Escrivá de Balaguer

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